Durante el transcurso de la historia el saber humano ha evolucionado desde un conjunto de experiencias y sensaciones transmitidas oralmente de generación en generación hasta alcanzar lo que hoy conocemos como una inextricable y fabulosa red de imágenes, sonidos y datos que vienen a constituir la más formidable organización del conocimiento conocida en todo el universo. Así, con tan sólo ejecutar un simple clic de descarga, hoy día resulta factible para un bibliófilo realizar el trasvase de una biblioteca de 10000 volúmenes en pocos minutos.
Pero remontémonos diez siglos atrás, a la Córdoba de los Omeyas, donde Al-Hakam II (m. 976) logró atesorar una biblioteca que, tras la de Alejandría, se erigió como la mayor del mundo. Las crónicas antiguas nos dicen que el catálogo, donde sólo constaba el título de los manuscritos, llegó a estar formado por 44 libros de registro que contaban, cada uno, con 50 hojas.
Cuatrocientos mil fueron los libros que, procedentes de todo Oriente, Al-Hakam II consiguió acumular en su palacio cordobés. Se cuenta que los leyó todos, anotando al principio o al fin de cada uno, el nombre, el sobrenombre, el nombre patronímico del autor, su familia, su tribu, el año de su nacimiento y de su muerte; así como las anécdotas que corrían acerca de él.
La biblioteca califal de Al Hakam II no tuvo parangón en sus días. Córdoba, considerada la capital del saber, se convirtió en el centro neurálgico para los intelectuales de toda Europa, ávidos por aprehender la sabiduría de un mundo antiguo que hasta ese momento había permanecido oculta. Fueron años felices en que los filósofos pudieron entregarse con pasión a su trabajo. Las enseñanzas que entonces se impartían en la Mezquita Aljama de Córdoba alcanzaban ahora renombre universal: «Todas las tierras, en su diversidad, son una. Y los hombres todos son vecinos y hermanos». Al-Hakam, buscando favorecer la cultura, fundó y financió 25 escuelas donde los niños pobres pudieron recibir educación gratuita. Para hacernos una idea de la producción que ésta ingente labor literaria ocasionó basta con consultar las fuentes: de cinco a seis mil estudiantes tomaban al dictado las enseñanzas de los maestros; varios centenares de mujeres tenían por oficio copiar e ilustrar alcoranes; a lo que se sumaban otras 170 mujeres que desde los hogares del arrabal se ganaban la vida copiando manuscritos para otras bibliotecas. Se sabe además que multitud de libreros y otros bibliotecarios contrataban copistas especializados para, entre todos, producir alrededor de setenta mil ejemplares al año.
Sin embargo quiso la diosa Fortuna que la biblioteca de Al Ándalus corriera la misma suerte que toda gran biblioteca de la Antigüedad; y así, al igual que ocurriera con la de Alejandría, tras la muerte de Al Hakam II, el caudillo Almanzor decidió hacer pasto de las llamas todos aquellos conocimientos que entendió perjudiciales para la humanidad. La primera destrucción a gran escala tuvo por objeto arrasar con los códices de ciencias antiguas, es decir, de tema filosófico-científico: «Algunos de los libros fueron quemados, otros arrojados a los pozos de palacio, donde se les echó encima tierra y piedras, o destruidos de cualquier otra forma».
Relegados a cenizas desaparecieron autores completos que hoy nos deslumbrarían, obras que consideraríamos clásicas y saberes que la imaginación no ha vuelto a soñar.
Fue entonces cuando los sabios y eruditos vinculados a la biblioteca decidieron salvar el mayor número posible de libros importantes, alejándolos de la barbarie que se avecinaba dando fin a la época de mayor esplendor de Al Ándalus. Los herederos elegidos fueron los Reyes de Toledo, en cuya corte intelectual convivían en paz cristianos, árabes y judíos. El traslado de tanto libro no parecía una labor sencilla, sin embargo, una vez realizada la selección, se recreó una anécdota curiosa que el propio Al Hakam II contaba en sus crónicas:
“En Persia, el visir al-sahib ibn Abbad Abd al-Quasim Ismail, con el fin de no separarse de su colección de 117.000 volúmenes cuando viajaba, los hacía transportar por una caravana de cuatrocientos camellos adiestrados para caminar en orden alfabético, a trote lento, en una fila india regular y ordenada con gran rigor”.
Y fue así el modo en que, huyendo de la vorágine, los más importantes tratados de matemáticas, medicina, jurisprudencia, astrología, gramática, filosofía, etc.; con autores hasta la fecha desconocidos, como el caso de Aristóteles, llegaron hasta Toledo, lugar donde dio comienzo, gracias a la figura de Don Raimundo, un singular proyecto para conservar, difundir y perfeccionar el desarrollo personal y el conocimiento humano: la “Escuela de traductores de Toledo”, institución que poco tiempo más tarde llevaría a cabo un hecho del que aún hoy somos eco: la elaboración escrita de la lengua castellana a cargo del monarca Alfonso X de Castilla, el Sabio, pero eso ya es otra historia.
Alfonso Ruiz García
Miembro del equipo redactor de Euroinnnova Editorial
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